Crujían las tablas del suelo, del techo, de Rubén.
Esa casa del barrio de Kensington en la esquina que da a Hall Lane, cerca del ghetto donde se venden todas las drogas de Liverpool, fue mi hogar. Algunos de los mejores pasaron por allí, otros se quedaron sin conocerlo. Unos aterrizaron se tomaron una cerveza y se fueron, otros estaban por allí, y como yo me buscaba a mi los encontré a ellos.
Si se mira la foto (cortesía de uno de mis compañeros) con atención se puede ver todo. Para ver hay que mirar. Adivinen quien era el habitante de la única habitación con la ventana abierta, adivinen quien es el único que recuerda con cariño semejante cuchitril.
Crujían las tablas al subir las escaleras cubiertas de británica moqueta azul; silbaban las ventanas; ladraban desde fuera los perros y a lo lejos mientras se quema un cigarrillo ululan las sirenas de la policía.
El Royal Hospital que esta a unos 200 metros respira calma, extraña, tensa y acuciante calma.
Alguien consume algo no recomendable bastante cerca, desde el alfeizar el fumador nocturno ve pasar por debajo chicos con capucha, chicas con tequila y nota como vibra la ciudad.
Enfermiza, alocada; frenética; pueblerina; ventosa; acogedora; dura; inexpugnable; inspiradora y húmeda esta se deja vivir y lo deja vivir a él, que no es poco.
Aquí las paredes no hablan, crujen. Aquí el viento no sopla, limpia. Aquí la música no suena, enseña.
Lo que faltaba, un helicóptero sobrevolando el cogollo de la noche, dentro de los tugurios vuelan las pintas de cerveza, unas se beben, otras se derraman. En las calles heladas, resbaladizas y oscurísimas los jóvenes deambulan, los viejos miran hacia abajo y en cada esquina un policía.
Desde la ventana no se ve todo eso, pero hace diez minutos el sujeto que mira el trasiego de vehículos del suburbio estaba en un taxi negro saliendo de esa escena, la tiene en la mente, en el estomago y en las pupilas.
Al fin se cierra esa ventana, rechinan los dientes, no hay calefacción, pero el sueño puede más.
Por la mañana crujían las tablas al bajar las escaleras, la puerta chirriaba al cerrarla y al enfrentar la lluvia de fuera, se sentía que se dejaba atrás un extraño y decadente hogar, pero al fin un hogar.