Esta solo en la estación. Sopla una leve brisa fresca del norte, el otoño se esconde detrás de las montañas, agazapado entre nubes oscuras como el mañana. No hay árboles que aúllen, esta tierra es seca e ingrata. El viajero lleva en la mochila toda su eternidad y un libro. No queda otra que seguir adelante. Los zapatos están gastados y el alma de vagabundo no necesita más que un nuevo verano en la lejanía.
No dijo adiós. Simplemente saltó a un tren en marcha y apoyó su cabeza en las viejas tablas. Tenía claro que sabría desenvolverse, sabía que ya era perro viejo y que en la carretera nadie necesita nada. La épica del instante.
Cuando mira alrededor solo ve vastos campos iluminados por un sol suave, el suave brillo del mediterráneo lo tamiza todo, endulza el aire e invita a una ronda de alegría. La verdad es que no se oyen pajarillos que completen la escena sino coches a lo lejos, sonido sordo y acompasado de vida humana.
Enciende un pitillo y le sabe horriblemente mal. Acaba de dejar de fumar. Una atadura menos. Respira hondo y otra vez se pone en marcha, carga su desvencijado equipaje al hombro y aparca los viejos recuerdos junto al paquete de cigarrillos en el primer contenedor de basura.
Otra vez en marcha, los pies vuelan sobre el polvoriento camino, los ojos abrazan el horizonte, la piel se hace más sensible y capta los matices de las estaciones, no va a llover, podrá seguir adelante. Desde allí se puede oler el mar, húmedo y salado, origen y final de todas las aventuras.
La suave brisa ha crecido y se ha hecho un viril vendaval, le empuja y acompaña sus pasos. La gente que se lo cruza cerca del puerto piensa que es un pobre hombre, sin destino, sin futuro. Lo cierto es que su imagen barbuda y contrahecha no lo ayuda mucho. Caminando sin ton ni son por este mundo loco. Con el viento a favor sube a un viejo barco que lo lleva a cualquier sitio, apostado en la borda espera que zarpe el carguero que lo lleva, mirada perdida, sueño encontrado. Su alma está en pie, viviendo al día, moviéndose, la herencia de una humanidad perdida, una humanidad nómada y libre.
Cuando el viejo barco empieza a bailar con las olas sabe que por fin ha llegado el momento, se siente en casa una vez más. Lejos del mundo, cerca de un dios al que nunca había escuchado antes. El futuro es una enorme interrogación y el pasado está enterrado en la áspera orilla. Ahora, por fin, es parte de esa leyenda: la de Jack London; la de Hemingway; la de Jack Kerouak la del viajero que entiende su alma no necesita un lugar en el mundo, porque forma parte de él.
Tiembla y sonríe a las gaviotas, pobre diablo respirando el aire húmedo del mar, con su vida errante, cuerpo roto por los excesos, moderno Sal Paradise es libre porque no tiene sueños, con el unico testigo de un infinito cielo vacio, es feliz.
¡Sabio y bello texto! Un gusto visitarte Rubén Ros. Un abrazo, compañero
ResponderEliminarGracias Millz, siempre un placer.
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