La señora me mira con ojos acuosos de color azul, detrás de los restos de cataratas yo adivino la pregunta: ¿Porqué este zagal me pregunta ahora por aquello?.
Ella no sabe que en su memoria esta el futuro. Mientras, a trompicones, me va contando como dos hombres que murieron hace mucho tiempo, que fueron hijos de otra época, creyeron en unas ideas que apenas conocían. Creyeron con fe ciega, igual que otros paisanos creían en lo que les decían desde los pulpitos. Siempre hubo quien aprovechara la pasión y la ignorancia del pueblo. Da igual que fueran taimados curas o aviesos politicastros y sindicalistas.
A la señora se le tensan los nervios según recuerda vagamente como siendo una niña ella no entendía nada, pero sentía con clarividencia que pasaban cosas malas. “En el pueblo-me cuenta con su áspero acento murciano- decían las mujeres que por la noche venían y sacaban a los hombres de la casa, sin mediar palabra, otros vecinos los agarraban de los pelos y se los llevaban. A muchos los molían a palos en cualquier huerto, a otros no los volvian a ver”. ¿Y tu sabias por qué?-Le pregunto sabiendo de antemano la respuesta. “No-me contesta- yo era una cría, solo sabía que me daba mucho miedo que por la noche vinieran a por mi padre y mi tío y les hicieran algo malo”. Yo curioseo entre los dolorosos recuerdos: “Y ahora, ¿sabes ya que realmente lo que pasaba?”-pregunto. “No-me contesta secamente-yo solo sé que es cosa de política, que a unos los acusaban de quemar iglesias, porque ¿sabes?, llegaron a quemar hasta la iglesia vieja. Y a otros los acusaban de yo sé qué, los señoritos del pueblo se tuvieron que irse a Murcia, porque les dijeron que iban a entrar a su casa y agarrarlos de los pelos.”
Según habla noto como se le agrandan las pupilas, como las imágenes casi borradas vuelven desde algún lugar hasta aquí mismo, justo delante de sus ojos. Ahora el recuerdo es intenso, me cuenta que desde “la casa de García” que era el caserón que cuidaba su familia, para un patrón sin nombre se veían las luces al otro lado de Carrascoy, - que es parte de la cadena montañosa que separa el campo de Cartagena y el valle por donde corría el Segura y donde esta Murcia y sus huertas- "parecía un castillo de cobetes-me dice con su tierna mezcla de panocho y ausencia de escuela-, pero mi me daba muncho miedo, no era como cuando en las fiestas de S. Juan.” Poco antes o después de aquello, ella recuerda que su padre y su tío se marcharon: “Porque se fueron ellos, que no se los llevo nadie, yo me acuerdo que me subí a la muela (Monte) que había allí en el recodo del camino y los vi bajar andandico hasta que se me perdieron de vista”.
Después de volver a vivir ese episodio, la señora mira al suelo, aprieta los dedos y respira hondo. De pronto parece que su memoria se acelera, se ha liberado de más de 60 años de represión, de no hablar y no contar. De no querer recordar y de tener miedo, mucho miedo. Los vencedores, se encargaron en todo momento de dejar claro, muy claro quién era quien en la nueva España.
Cuando termino la guerra, ella tenía 11 años, pero aun le duele que mientras su padre y su tío no estuvieron se decía en las esquinas que no volverían. Ella que nunca vio un soldado, que muy de vez en cuando veía las luces al otro lado del monte, recuerda que llegaba de Madrid, mucha gente, mayormente mujeres y críos, todos muy sucios. Y que en el pueblo los acogieron “en las casas de la gente” porqué venían “con mucha necesidad. Esa gente llegaba en camiones, ¡Que camiones señor!, parecían ganao.”
Después vuelve de nuevo la neblina a su mirada azul, que a mí me parece que se vuelve gris, y se pone dificultosamente en pie, se marcha a la cocina y vuelve soplando a un tazón con leche hirviendo, en el humeante fondo nadan trozos de pan. “Sopas se llama esto. Sopas, en aquellos tiempos muchas noches nos acostábamos sin cenar, otras con una naranjica en el estomago, ¡virgen!, Que noches pasábamos. Lo que hubiera dao yo por uno como este”.
Mientras sigue soplando a un tazón casi vacío ya, me cuenta que en su casa “hambre, lo que se dice hambre” pasaron más después de la guerra que durante, porque “la madre” tenia pollos, gallinas, y hasta “algún marrano”, pero luego cuando vino Franco, ni eso".
Se apoya en el brazo del sillón cuando vuelve de la cocina de fregar su tazon, me agarra del hombro y su iris es azul de nuevo. Recuerda entonces que su padre y su tío volvieron en pleno verano “con toa la ropa rota, con unos pelos y unas barbas que ni te lo figuras-me aprieta el hombro-una peste, to llenos de piojos...”. Y de donde venían-le pregunto- “y yo que se”-ella tenía 11 años- “de la guerra supongo, ellos decían que luego estuvieron en un campo de concentración, que allí los trataron bien, pero que pasaron mucha hambre”.
Pero ellos nunca hablaron mucho de ello, no quisieron hacer partícipe a sus familias de su sufrimiento. No quisieron publicitar mucho lo que todo el mundo sabia y callaba, en una guerra siempre hay cosas que callar, y más cuando tu bando es el que pierde.
Ella, sin embargo parece haber rejuvenecido 60 años de golpe, cuando riendo, como yo nunca antes la había visto reír se acuerda, con la mirada de una niña de 11 de la alegría que le dio volver a ver a su padre y a su tío. Sucios, malolientes, doloridos, molidos a palos, pero vivos. Se equivocaban las viejas que decían que no volverían. Lo hicieron, y vivieron el resto de sus vidas como los humildes labriegos que eran, lejos de la política y de los que los arrastraron a la deriva que provoco el naufragio del que entonces volvían por el mismo camino que se fueron, aun mas pobres, descalzos y rotos, con una guerra perdida, mil calamidades que olvidar y un incierto futuro que serpenteaba delante de ellos junto al polvoriento camino.
buen blog, enorabuena
ResponderEliminar¡Gracias Pepe!, todo un honor.
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