En verano las costas pierden el glamur de otras épocas del año: se desnudan, se embadurnan en aceites y pringocheos artificiales, se llenan de chanclas, niños chillones, molestos chulos en moto acuática y tont@s mostrando musculito y/o tatuaje. Gentes todas ellas normalmente respetuosas en su vida normal, y que llegado el estío y los 15 días de vacaciones se vuelven locos.
Desde la ama de casa que a los 54 años decide que es el momento de hacer top less, pasando por el encantador repartidor de paquetería que durante quince días cree que es Chayanne por la noche y Don Nelson (corrupción en Miami) de día. Ambos, con todas sus variantes, respetables y buena gente pero que durante dos semanas se transforman en una autentica plaga.
En este país, y sobre todo en Alicante y Murcia, hemos fomentado un tipo de turismo pellejero en el que los restos de personas de todo el mundo vienen tomar el sol (que es gratis) y a beber cerveza (que es barato), entre ellos mis favoritos son los jóvenes británicos que toman localidades como Magaluf o Salou. Otro de mis tipos predilectos es el jubilado, o casi, de cualquier país norteño que combina sus palos de golf con la estancia en sus guetos donde entre todos les hemos preparado una Inglaterra-Suecia-Dinamarca bajo el sol. Fue un buen negocio, pero tenía las patas cortas.
En verano pues se aprieta la ya superpoblada costa, se consumen recursos hídricos inexistentes, se habitan casas que durante el resto del año están vacías (¿Hacia falta construirlas?, ¿Hacia falta destruir el entorno para eso?).
Las calles y playas se llenan de gentes de todos los colores que quieren tostarse, de familias enteras que disfrutan por fin tiempo juntos, de trabajadores eventuales, de jóvenes y jovenas desaforados y una oleada pasajera de agitación remueve cada pueblo de España.
Yo personalmente prefiero la quietud invernal, el desafiante viento de levante en el mes de Enero, los pensativos paseos de los pocos que bajamos a la playa cuando aprieta el frío, el negro cielo amenazante y el ritmo pausado de las olas cuando no hay griterío, ni músicas cansinas, ni top-less improcedentes, ni visitantes indeseables. Pero, no es eso lo que al menos dos meses al año puedo ver cuando me asomo al balcón.
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